El colectivero del Azul arruina mis mañanas. Yo me siento atrás de todo, me subo allá a lo lejos, por la calle Figueroa. Y no quiero levantarme a darle el asiento a una señora que sube con su bolsita de las compras o a una embarazada. Antes de llegar al campus, enfrente al cementerio, llega su momento preferido: ante la loma de burro frena a cero, avanza sobre el montículo de cemento lentamente, como si quisiera evitar molestar a los muertos. Una vez que las ruedas delanteras pasaron la loma, mira por el espejo retrovisor, pone primera y acelera. Pone segunda y sigue acelerando, a fondo. Y ¡Pum! las ruedas traseras chocan contra la loma de burro. Los que estamos de la mitad del colectivo para atrás nos tenemos que agarrar de los asientos, de los pasamanos o entre nosotros, para sobrevivir al tsunami provocado por los conflictos emocionales no resueltos del colectivero. Interrumpe siestas, corta el repaso de una materia, vuelca mates y nos mantiene por segundos en el aire. Si no fuera porque sé que tiene la posibilidad de ignorarme y seguir de largo en la parada, le pegaría una piña por atrás, inesperada, como el chocar de las ruedas traseras contra la loma de burro.
brunodipardo
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