Usted deberá arrancar el viaje con una pequeña e insignificante molestia en la boca. Y se dirá que es una llaga o que tal vez bruxó a la noche por la ansiedad que le provoca manejar. Pero nada podrá con sus ganas de meterse a ríos y montañas: al menos hasta el tercer día. Sentirá como su cachete izquierdo crece como la cordillera a su alrededor. Se dirá que es por el cansancio, el sol y que mañana ya estará bien. Usted se acostará con hielo en la cara y escuchará cómo sus compañeros de viaje dicen que hay llevarlo a ver, que está mal. Lo tranquilizará saber que no lo dejarán morir en esa cama. Conseguirán un dentista en el pueblo de al lado: Eugenio Bustos.
El dentista lo verá y antes de que usted hable le dirá: Si, ya se ve. En su escritorio tendrá una foto con su mujer y su hija, y eso lo tranquilizará. Como si ser un padre de familia lo convirtiera en un gran profesional, como si los malos médicos no tuvieran familia. Pero se aferrará a esa foto para encontrar calma.
Se sentará en la camilla y el dentista le cortará la encía. Por el corte le saldrá pus y sangre. El dentista lo mandará a ponerse penicilina y le explicará que ese antibiótico funciona por un mes.
- ¿Cómo tanto? Preguntará usted.
- Es como si fuera un cajón de cerveza y el cuerpo agarrara una botella por día.
El dentista le dará su número de teléfono y lo autorizará a llamarlo durante los próximos días, sea sábado o domingo. Usted se preguntará porque no cambió antes a su dentista, al que siempre se le rompen los arreglos que le hace y al responsable de que esa muela se haya infectado. ¿Por qué no consigue un dentista como el de Eugenio bustos? Le dirá que el dolor y la hinchazón calmarán mucho y que cuando vuelva a su ciudad acuda lo antes posible a su dentista.
Saldrá del consultorio convencido que hizo un nuevo amigo, comprará la penicilina y el analgésico en la farmacia e irá hasta al hospital a que se lo coloquen. En la entrada, una especie de guardia le dirá que se anuncie en la mesa de entrada y que le darán un papelito con la indicación de la puerta que tiene que tocar: curaciones. El hospital no olerá a hospital, será muy grande y estará vacío, como si su tamaño excediera la capacidad de enfermarse de sus habitantes. En curaciones le aplicarán penicilina y un analgésico. Le dirán que vuelva mañana. Usted lo hará, volverá a escuchar la explicación del guardia, aunque ya sabrá los pasos a seguir para ser atendido. Se sentirá como si conociera ese hospital de toda la vida, como si ahí mismo hubiera nacido. Le colocarán una nueva inyección, la última y caminará por los pasillos desolados y frescos, con la satisfacción de comprobar que el sistema sanitario sigue en pie en los rincones más recónditos de la patria.
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