Martín ya está en Nueva York. Cuando sale del trabajo no va directo a su casa, antes pasa por el Madison Square Garden. Ahí vio por televisión a Palito Ortega, Pappo y Los Pimpinela. Martin rodea el edificio, recorre su perímetro, lo roza con su mano derecha. Busca que su energía y la del Madison se fusionen, para que en algún momento nada los pueda separar. Después de la recorrida toma el subte a su casa. El subte siempre pasa a las 18:16 puntual, a diferencia de su pueblo. Porque ahí no hay subtes, ni colectivos, ni remises. Todo queda demasiado cerca y cualquier vecino que cruce a otro lo alcanza adonde vaya.
En el subte se sienta al fondo, todavía le queda el reflejo del pueblo: busca ojos cómplices a los cuales saludar. Nunca los encuentra.
Su pueblo es Granada, provincia de Buenos Aires. Ahí Martín aprendió a cantar en la sala de usos múltiple del Club Italiano. También aprendió a cosechar y arar. Aró tanto que un día hizo un surco en el cielo y se encontró en Estados Unidos. Y en ese país alguien surcó la tierra y por ahí pasaba Martín, en el subte. Mira a dos chinos conversar parados, no se sientan por más que haya lugares vacíos. Aprendió que los que él ve como chinos pueden ser de muchos otros países: coreanos, japoneses, taiwaneses o malayos. La entonación corta y cerrada de los chinos lo altera y se mueve unos asientos más adelante. Escucha a hablar a dos francesas, no entiende que dicen, pero reconoce el idioma y eso lo relaja. Apoya la cabeza y se deja dormir en un sueño parisino. Se despierta con un hombre narigón, tal vez turco, que toca el violín. Se pregunta sino podría él empezar a cantar en los subtes. Se pregunta porque en New York todavía tiene la misma timidez que en Granada, ¿Por qué la timidez no se quedó allá? Piensa que tendría que haber aprovechado el tiempo en su infancia para cantar más, allá las tardes eran largas y aburridas. Pero aprendió algo que es vital para la música: el silencio.
Martín gana lo justo para alquilar un monoambiente. Desde el ventiluz del baño llega a ver la punta del Madison Sqaure Garden, se pasa horas sacando la cabeza por el ventiluz. Trabaja de mantenimiento en una fábrica de transbordadores espaciales, pero lo que no despega es su sueldo.
De todas formas le deja unas monedas al turco del violín, se ilusiona con que algún día alguien se las dejé a él. Se ilusiona con tocar un día con el turco. El turco lo hace acordar a un amigo del pueblo: Daniel, con quién tocaba en los actos de la escuela. El turco termina, agarra los billetes que le dejó la gente y las monedas que le dejó Martín. El turco lo mira y parece decirle: "que la próxima vez lo que me dejes no haga ruido". Martín no entiende pero lo sigue para proponerle un dúo. "!Hey! !hey!" le dice. El turco aprieta fuerte el estuche del violín con la recaudación de la tarde, no se da vuelta. Martín le grita "I'm a singer, i can play with you". El turco acelera el paso y saluda a un hombre en la esquina. El hombre tiene un ukelele, le da la mano al turco, se ríen y conversan en un idioma que Martín, al pasar por al lado, no puede comprender.
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