Antes de sacar la entrada me encuentro al Manteca. El Manteca es artesano, vende mates y bombillas. Es de Los Toldos. Y a todo el mundo le dice Manteca. Como si él viera a todas las personas iguales. Como si no las pudiera diferenciar. Por eso su apodo es Manteca. Va a ver si consigue una entrada gratis. Tuvo un mal día. Un día de mierda. Un policía, pendejo y canchero, así dijo el Manteca, lo sacó de la plaza cuando estaba vendiendo.
La fila de la boletería avanza. Sigo yo. Pido una popular: 1500. Camino hasta la puerta y muestro mi entrada: "Esto es platea, vos tenés popular, pero pasá igual". Ni me di cuenta. Vine para escaparme un rato de mi casa. Los artículos de mi hija lo ocupan todo: cochecito, gimnasio, silla mecedora, silla para comer, hamaca, porta bebe, huevito. Miles de aparatos que parecen lo mismo y cumplen funciones parecidas.
Antes de subir a la tribuna, del lado de adentro de la cancha, está Ernaga, uniformado. Me mira, lo miro. “Ernaga, ¿cómo andás?”. Ernaga se llama Walter pero siempre le dijeron Ernaga. A Ernaga lo conozco de cuando estudiaba en Sociales, de esa época en que las resacas duraban un día y no sabíamos que existía la muerte. Me quedo pensando en por qué no le dije “Walter”, hubiese sido más amable de mi parte. Sé que fue papá. Cada vez que lo veo a Ernaga me acuerdo de algo: en un momento, había empezado a ir al gimnasio y estaba todo marcado y subió una foto a Facebook en cuero delante de su casa. Y todos los comentarios hacían referencia a que las paredes estaban sin revocar. Desde que entró a la Policía, labura en la cancha. No sé si habrá terminado de revocar la casa.
La platea tiene unos quince escalones. Es de cemento y está revocada. Me siento al lado de un pasillo y me patean todos. Alguien me pisa y me pide perdón tocándome la cabeza, es el Tano. Me dice que hacía mucho no venía a la cancha, que alguien le regaló la entrada y, que abajo del buzo, hasta tiene una remera de Santamarina.
El Tano tenía un almacén en la puerta de Los Coloniales. Los Coloniales eran un complejo de casas viejas. Él también vivía ahí. En el almacén, el Tano escondía los Nueve de Oro clásicos atrás de los agridulces que nadie compraba. Al Tano, un vecino mal dormido le pedía un Philips de 10, él le respondía haciendo saltitos cortos en su lugar "un Philipinho de 10 por acá”. Y cuando el cliente se iba le decía “muchas gracias por colaborar con la empresa”. El Tano se cansó de atender el kiosco. Del kiosco a la casa, de la casa al kiosco. Una vez, después de años intentándolo, lo vendió. Y a los tres días tuvo que volver porque un papel estaba mal, y se cayó la negociación. La cara de tristeza del Tano aquel día. En el kiosco solo tenía Palermo rubia, ese día se tomó las que le quedaban. Con el tiempo, dejó el kiosco y se puso a laburar de remisero. Dice que sí, que sigue con el remise, que pagó una publicidad en la voz del estadio pero que todavía no la pasaron. Dice que estacionó el remise. y que no tenía plata para dejarle al trapito.
Sale Santamarina y solo conozco al Chavo Alustiza. No sé quién es el equipo rival. El Mundo del Pañal anuncia el inicio del partido y me acuerdo que mañana tengo descuento con la tarjeta.
El equipo está vacío de puntos pero la cancha está llena. La noche es una bolsa de niebla. Un nene le pregunta al padre por qué no se ven las estrellas como en casa: ¿por qué? ¿Cómo hicieron? ¿Pagaron para ver más estrellas en casa? El padre le dice que las mandaron a poner. El nene le dice que en serio, que cómo hicieron ¿Pagaron? Cuando mi nena crezca, tal vez la traiga y le cuente historias de cancha, aunque no tengo mucho para contarle.
El primer tiempo se va sin emociones.
Me levanto para ir al baño. El Tano se va a quedar a ver si pasan su publicidad. Voy solo y vuelvo con un choripán.
Arranca el segundo tiempo y pasa gente con choripanes y bondiolas. ¿Cómo no vi las bondiolas?
La voz del estadio dice que Sacabollos Tandil auspicia el cambio de Mario Galeano por Ernesto Sidi. Y el Tano se agarra la cabeza y no sé si es por que no le gustó el cambio o porque se acordó de que tiene que llevar el auto al chapista.
Golazo del 10 rival. Que lo festeja corriendo al córner y señalándose a él mismo. “Yo, yo, yo” Y vuelve rengueando. Y se tira lesionado en la mitad de cancha. El médico de Santamarina lo ayuda a salir. Le gritan que lo empuje, que lo tire a la mierda.
El juez de línea levanta el cartel para adicionar seis minutos más. Remise el Tano auspicia el tiempo adicionado y el remisero no puede ocultar su sonrisa en medio de la platea perdedora.
El equipo rival mete el segundo gol. De la popular cantan “jugadores jugadores, no se lo decimos más, si lo vemos en el retro, qué quilombo se va armar”. El retro le dicen a un boliche donde pasan cumbias viejas, y al que parece que van los jugadores de Santamarina. Yo no voy hace mucho, desde la época en que con Ernaga nos creíamos inmortales.
Los rivales meten el tercero y la gente se empieza a ir de la platea, con una cara que me suena familiar. Familiar a esa cara que tenía el Tano el día que tuvo que volver al kiosco.
No sé si el Manteca habrá conseguido entrada, acá no apareció. Los jugadores van dejando la cancha. Veo a los de Santamarina. Veo a los rivales. Y para mí, que solo conozco al Chavo Alustiza, son todos Mantecas.
La vinoteca el tronador anuncia el resultado final del partido:
Santamarina 0, Gimnasia y Esgrima de Mendoza, 3.
Siete policías forman una línea recta al lado del túnel, esperando que terminen de salir los jugadores. Me quedo mirando al Ernaga que está en la punta, masticando chicle de costado.
Al Manteca no lo ví cuando saltó el alambrado desde la popular, tampoco cuando cruzó la cancha caminando, sin llamar la atención ni agitarse. Recién lo vi después de que la gorra de Ernaga cayó al piso. Y recién confirmo que es él ahora, cuando los otros policías se le tiran encima para separarlo del canchero de Ernaga. Tres policías lo agarran al Manteca y Ernaga le pega dos piñas, una con la mano izquierda y otra con la derecha. La cara de Ernaga está roja y se le marcan las venas, como si tuviera en mente aquellos comentarios sobre las paredes sin revocar.
De la popular van saltando el alambrado cinco, seis, diez, veinte tipos que corren hacia los policías. Los uniformados tiran al Manteca en el piso, se juntan y sacan los bastones para pelear con los invasores, que tiran piedras y tienen palos.
El Manteca se levanta mareado y va poniendo sus pies en los rombos del alambrado y va escalando. De un lado a toda velocidad vuelan palazos y piedrazos, del otro, en cámara lenta el Manteca trepa. Me acerco para ayudarlo a bajar, cuando llega arriba me dice “agarrame Mante” y se deja caer. Cae arriba mio y me tira al piso. El Tano aparece y nos ayuda a levantarnos. Adentro de la cancha vuelan piedras y palazos. Pasan policías corriendo y lo miran al Manteca. Saben que el empezó todo pero que ahora tienen que solucionar algo más grave. Y parece que zafamos. Y con el Tano lo abrazamos uno de cada lado y lo sacamos de la cancha.
Caminamos dos cuadras hasta el remise. El trapito ya se fue y el auto está sano y salvo. El Manteca, con el labio hinchado me dice “como lo surtí a ese hijo de puta”. No le digo que lo conozco al Ernaga. Subimos al auto y el Tano da arranque. El auto no mueve. “ah cierto, no anda la batería”.
Me bajo a empujar. Se escuchan pasos pesados que vienen de atrás. Botas. “Ahí están, ahí están” dicen. Son seis policías que me esposan y ponen contra el capot. No está Ernaga entre ellos. Veo, apoyado contra el auto, como le abren la puerta al Tano, lo sacan, aunque él estaba saliendo solo, lo esposan y lo acomodan contra el guardabarros. Cierran la puerta de un portazo. “Despacio, hijo de puta” dice el Tano por lo bajo. Nos suben a los tres al patrullero. El Tano pide que le dejen cerrar el auto aunque sea, que lo usa para laburar. No lo dejan. Vamos los tres atrás. A mi derecha el Manteca, parece aliviado, ya derrotado pero con la sensación de haberse sacado algo de encima. A mi izquierda el Tano, que todavía tiene algo para perder: el remise abierto. En el medio, yo, que todavía tengo que ir a la comisaría, supongo que declarar, tal vez pasar la noche en el calabozo, volver a mi casa y dar explicaciones. Pero que tal vez gane algo:
Algo como una historia, para contarle a mi hija cuando crezca.
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