De todas las casas en las que vivi,
una sola tenía bañera, la primera.
Y a veces
me bañaba con mi hermana.
Abríamos la canilla,
esperabámos que se llene y nos metíamos.
Hablábamos de juguetes
hasta que se nos arrugaban los deditos.
Una noche, nos estábamos bañando y mi papá no estaba,
se había ido de viaje.
Cada tanto se iba una semana por trabajo.
Y volvía con regalos.
Y esa noche lo escuchamos llegar
desde nuestro mar enjabonado.
Y sabíamos que iba a venir a saludarnos.
Y preparamos un saludo, para gritárselo juntos.
Se abrió la puerta del baño:
“¿Qué nos trajisteeeeeeee?” le gritamos.
Se enojó y cerró la puerta.
Y se fue a acostar y no nos habló hasta el otro día.
Todavía me acuerdo de hablarle
desde la puerta de su pieza
y ser
ignorado.
Cada vez que me encuentro por ahí corriendo a alguien
y pidiéndole perdón
me acuerdo de aquel día:
el último que abrí la canilla, llené la bañera y hablé de juguetes.
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