Del Valle no quería pagar la entrada. No porque no tuviera plata, no porque estuviera en una ciudad desconocida, no porque estuviera muy borracho, aunque sí, lo estaba. El tema es que Del Valle se aburre actuando como actúan las personas normales y toma decisiones que él llama “no convencionales”. Del Valle es como esos jugadores de fútbol impredecibles, capaz de hacerse expulsar a los cinco minutos por pegar una patada sin sentido, o capaz de ser la figura del partido metiendo cuatro goles de chilena, aunque siempre está más cerca del primer tipo. Yo, al aceptar ser su compañero de salida, sé que tengo un solo camino: seguir sus pasos. Esto me sienta cómodo, según mi psicólogo, para no hacerme cargo de mis propias decisiones. O tal vez para ver el mundo desde otra perspectiva.
La fiesta se desarrollaba en un predio al aire libre, de una manzana, cercada por un paredón de dos metros. La entrada estaba en una de las cuatro esquinas. El primer intento de colarse consistió en una estrategia por demás rudimentaria: saltar el paredón. Dos piedras apiladas acortaron la distancia con el obstáculo y en cuestión de segundos el plan había dado sus frutos, estábamos adentro. Aunque claro, aparecieron luces apuntándonos desde todos los ángulos, llegaron los de seguridad, sus músculos y su enojo: rápidamente expulsados.
Desprovistos de una estrategia digna para ingresar al evento comenzamos a dar vueltas alrededor del mismo. Hasta que Del Dalle, desde su particular óptica, detectó una nueva oportunidad: un portón de chapa semiabierto, con algunos custodios alrededor. Admiré su convencimiento. Llegué a pensar que no podía fallar. Pero decidí no seguirlo, solo atiné a ver el sprint de mi compañero que logró colarse por la abertura. Desde mi posición pude verlo correr con una llanura paradisiaca por delante, gambeteando chalecos amarillos para toda la eternidad. Hasta que un brazo se cruzó. En 2,6 segundos fue agarrado del cuello y tirado al piso por un vigilante.
Otra vez afuera, parecía quedar una única opción: pagar la entrada, que a esas horas de la noche ya valía la mitad que al principio. Abonamos como dos caballeros y en menos de un minuto estábamos en la barra, la noche era nuestra. Mientras sonaba "Lla mano de dios" Del Valle comenzó a emular a Diego Armando sosteniendo un vaso de fernet con la cabeza. Mi amigo empezó a reunir miradas. El Estadio Azteca estaba a sus pies. Los barriletes cósmicos bajaban a espiarlo. Dios sostenía con su mano ese vaso. Su fama llegó hasta los patovicas.
-Estos son los que se colaron. -Dijo uno.
-¡Pagamos la entrada! - Salté a nuestra defensa
- Vamos a preguntar en la boletería. Me contestó
- Sí, obvio. -Respondí con la tranquilidad de quién ha hecho las cosas como corresponde y con el convencimiento de que me iban a tener que pedir perdón e invitarme algunos tragos.
Empecé a sospechar que tal vez los de la boletería no se iban a acordar de nuestras caras. Caminamos hasta el ingreso y no hubo pregunta a los vendedores de tickets. Todo había sido una trampa. Como a Diego Armando en el 94, nos cortaron las piernas.
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