Me di vuelta y lo vi, era él. No podía ser pero estaba acá. 20 años después. Lejos del escenario de nuestras batallas. Un escalofrió me recorrió de los tobillos al cuello. Lo reconocí porque, a diferencia mía, estaba igual.
Mi enemigo de la infancia: Pancho. Yo salía al patio de casa a jugar a ser Aimar o Saviola, él hacía el papel del Patrón Bermudez, un defensor de Boca, e iba directamente a buscar con sus dientes mis tobillos, o peor aún la pelota. Ni bien salía al patio y picaba la pelota escuchaba sus pasos acelerados por el deck de la casa de al lado, se colaba entre las cañas que dividían los terrenos y ya estaba de mi lado. Muchas veces ganaba él y le arrancaba un gajo a la pelota o me marcaba algún diente en la pierna, pero otras ganaba yo, y conseguía que Silvia, la dueña, lo encierre toda la tarde en su patio trasero. Desde ese lugar Pancho me podía ver jugar a través del alambrado y ladraba toda la tarde. Yo lo sobraba como esos jugadores que tiran caños y lujos cuando ya ganan por goleada. Una tarde que transcurría con victoria mía, Pancho hizo un pozo por abajo del alambrado y mordió por la espalda a Gastón, un amigo que había ido a jugar a casa. Ese día me dio vuelta el partido, me arruinó la tarde sin siquiera atacarme a mí o la pelota.
Pero este perro que vi al lado de las hamacas no podía ser Pancho, que murió hace varios años. Igual lo miré con desconfianza, me puse de frente a él para evitar un ataque por la espalda y me alejé caminando para atrás. Se me acercó y se tiró panza arriba para que lo acaricie. No pensaba sacar las manos de los bolsillos asique lo acaricie con el pie, temiendo por mis tobillos. Se lo veía cuidado aunque no tenía collar, seguro andaba perdido y a pesar de mis dudas solo buscaba cariño, nada de viejos rencores. Decidí llevarlo a casa y publicar su foto en Mascotandil o alguno de esos grupos de Facebook que publican perros perdidos.
Respondió a mi chiflido, me siguió una cuadra y se quedó quieto con la mirada fija en la vereda de enfrente. Miré y había un nene jugando a la pelota en el patio de una casa, una reja lo separaba de nosotros. A los chicos siempre se les va la pelota por arriba de la reja y Pancho o como sea que se llame este perro lo sabía. Le pegó dos veces a la pared y la tercera la mandó a la calle. Yo amagué a correr dispuesto a reeditar mis duelos de la infancia, pero si no le ganaba antes, ahora que la vida ya me dejó pelado, menos. Pancho estaba intacto y apuró su paso para destrozar esa pelota. Me di cuenta que en su corrida desesperada la pelota iba a picar antes y lo iba a pasar por arriba. Me acordé de la mordida a Gastón, de cuando me pinchó la pelota nueva y corrí para agarrarla y devolvérsela al nene quedando como un héroe. Jamás pensé que la calle humeda por el rocio de la tarde y las zuelas de mis zapatillas gastadas me iban a hacer resbalar y caer sentado en el medio de la calle. El pendejo se empezó a cagar de risa y como castigo, Pancho, ahora en mi equipo, le clavo los colmillos a la pelota y se la llevo de trofeo.
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